Mi entrenador de atletismo no fue un entrenador cualquiera.
Cuando comencé a entrenar él tenía 70 años y yo era un chaval con 13, bastante enclenque, delgado como un palillo. Desde el primer momento, me trató como uno más, como si fuese igual que los lanzadores de jabalina más avanzados del grupo (algunos tenían 24 años). Esto me hizo sentir como el rey del mambo: CAPAZ. Su trato, igualándome a atletas, me dio seguridad, fuerzas para luchar con lo que fuera, también con la dislexia.
Tras muchísimas horas entrenando, sufriendo y con mucho esfuerzo, mis compañeros me reconocieron el máximo honor entre nosotros, llamarme “espartano”: un hombre fuerte y de ley. Conseguí alcanzarlo porque mi entrenador creyó en ese niño. Me trasmitió que el poder estaba en mí, que podía dar más y más.
Llegué a entrenar cinco días a la semana. Si había entrenado bien, los sábados por la mañana me invitaba a churros con chocolate y muchos días me acercaba a casa. En esos ratos él disfrutaba contándome su manera de ver la vida, hablábamos mucho de deporte, de nuestros gustos, de política y de mujeres. ¡Cómo me gustaban estos ratos!
En mi grupo de atletismo, lo más importante no era cuánto corrieses, o cuánto levantarás, lo que contaba era que fueras un hombre íntegro -esto cuando eres tan joven es difícil de entender, pero él nos inculcó lo importante de tener valores, de luchar por lo que quieres, de ser fiel a ti mismo y a los tuyos, de creer en ti, porque equivocarnos lo hacemos todos, pero lo decisivo era “no desistir”.
-¿Qué supuso para tu autoestima el hacerte tan fuerte físicamente y estar en plena forma?
Muy fácil la respuesta y un poco “sinvergüenza”: me ayudó a acercarme a las chicas. Sentirme cómodo con mi físico y mi cuerpo me dio seguridad y naturalidad a la hora de relacionarme con ellas. Esa fuerza la llevé a los demás aspectos de mi vida.
-Carlos, tu entrenador también era disléxico, ¿verdad?
Si, pero la dislexia no era ningún problema para él. Cuando me preguntaba qué tal en el colegio y le contestaba que más o menos iba saliendo, siempre me decía que “tenía que ser el mejor para mí mismo”, y cuando yo le replicaba que era disléxico, siempre me decía que él también lo era y allí estaba, no pasaba nada por serlo. Yo también pienso así, ahora. Para mi entrenador la dislexia era algo que no tenía ninguna relevancia.
-¿Nunca se sintió inferior por la dislexia?
¿Mi entrenador? Para nada, es de las personas más seguras de sí mismas que he conocido. De hecho, junto a él, enseguida creí en mí.
-Si no hubieras contado con tu entrenador, ¿tu vida hubiera sido distinta?
Totalmente, no hubiese sido el que soy ahora ni por asomo. No estaría dónde ni cómo estoy.
-¿Ha sido un mentor de tu vida?
Sí, sí lo ha sido. Creo que no hay que centrarse tanto en los estudios académicos que son importantes, pero se terminan. Un disléxico tiene otra perspectiva y no se le enseña a verlo así. Por mucho que uno intente comprenderse sólo tiene sus ojos para saber cómo ve. A la larga lo importante no es como consigue descifrar un lenguaje escrito que no tiene nada que ver con su manera de procesar, sino que lo importante para un disléxico, para que tenga una vida sana y feliz, mentalmente hablando, es saber cómo funciona su cerebro.
Al principio viví mis entrenamientos como una bocanada de aire fresco en los que me trataban como a un hombre. Así que yo era un hombre. Y un hombre no se puede acobardar por ser algo, eso es imposible, no cabe en la cabeza: “Allí íbamos a entrenar, a luchar, a darlo todo por el todo, las excusas había que dejarlas aparte porque no te iban a servir de nada”. Allí era normal, como los demás, y lo soy. Mi entrenador fue una puerta que me llevó a conocerme bien, a enfrentarme y a superar mis conflictos internos; ser disléxico sólo fue uno más.
En el colegio era distinto peleaba más contra mí mismo, tenía un debate: ¿Y si no soy tanto?, ¿y si me equivoco? Sabes que eres disléxico, pero cuando eres un crío no sabes realmente qué te pasa, el porqué no eres igual a los demás. Es un ROLLO.
Un disléxico en el colegio vive con la presión de ser distinto y debe compensarlo con su fuerza interior, aprendiendo a luchar por sí mismo. El chaval tiene que enfrentarse a eso, es un peso que debe cargar en su mochila, y sólo siendo fuerte puede llevarla más alegremente.
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